Actores y directores opinan sobre este género, que se ha ganado un espacio en las carteleras de los teatros.
Ya es una escena común en los teatros colombianos aquella del artista que se sube al escenario a burlarse de los temas cotidianos, del día a día. Así es el formato stand-up comedy, que se ha popularizado y ha ganado espacio en las carteleras de varias ciudades.
Justo ahora, cuando la escena teatral apenas empieza a reactivarse, ya se ofrecen varias obras de este tipo: Gózatelo planchando, de Iván Marín; Ríase el show, de Julián Arango y Antonio Sanint –ambos en Bogotá–, además de ¿No tiene más sencillo?, de Ricardo Quevedo, en Medellín.
El éxito puede atribuirse, dice Marín, a la honestidad de sus exponentes. “El género tiene la particularidad de que siempre se habla en primera persona. Cada comediante expone sus propias teorías y mañas, lo que hace que sea un humor honesto”, comenta.
Jorge Mario Escobar, director del grupo La Clownpañía –que se mueve en la comedia pero en un terreno opuesto, el clown–, apunta que la popularidad del lenguaje radica en la identificación que sienten los espectadores. “Uno se identifica con el comediante porque él habla de cosas comunes y corrientes. A uno le pasa todo lo que a ellos les ha pasado”, dice.
Para Sanint, este formato también se ha convertido en una vía para que los artistas se expresen: “Estamos adaptando nuestra cultura y nuestra cuentería a una técnica extranjera que se acomoda muy bien a nosotros”.
También hay voces que rechazan la forma como se asumió el formato en Colombia. Es el caso de Misael Torres, director de Ensamblaje Teatro, quien considera que las producciones nacionales perdieron el espíritu transgresor que tuvo el stand-up comedy en sus orígenes. “Hubo exponentes de este género que se convirtieron en voces políticas que cuestionaban el statu quo… A mí, lo que se produce en Colombia no me llama la atención, me parece que está lleno de lugares y chistes comunes”, reflexiona.
Diferentes voces
Aunque la fuente principal de estos montajes es la misma –la cotidianidad–, sus exponentes apuntan que hay una polifonía de voces y de estilos.
Quevedo, por ejemplo, se define como un comediante un tanto amargado, que no se ríe cuando está en el escenario.
“Trato de plasmar la paranoia y la desconfianza, esas cosas que mucha gente se imagina pero no se atreve a decir”, agrega.
En una arista diferente se especializan Sanint y Arango, cuyo montaje se alimenta de otras tendencias. “Ríase el show tiene mucha variedad, también hacemos sketchs y hay mucha improvisación al principio”, explica Sanint.
Marín apunta a un estilo más musical en Gózatelo planchando: “Hago un análisis de los contenidos de ciertas canciones, planteo un paralelo entre el reguetón y la música de plancha y demuestro que aunque en apariencia son diferentes tienen algo en común”.
A pesar de esa variedad, hay sectores del teatro que no ven en este género algo tan positivo, ya que ha relegado a producciones tradicionales de la cartelera: es más económico montar una obra con un protagonista y un micrófono que un montaje con un cuerpo de actores más elevado y acompañados de escenografía.
Sin embargo, para Escobar el teatro tiene cosas que aprender de estos títulos. “Son lenguajes distintos, pero al teatro le vendría muy bien explorar el ritmo y las temáticas de lo que se habla”, dice.
Torres considera que el problema no es tanto una pelea de géneros sino algo comercial. “Es más lucrativo para la empresa privada contratar a esos comediantes… Esto se inscribe dentro de un fenómeno comercial que azota la expresión artística en el mundo.
Estamos en la era del espectáculo, como lo planteó Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, y el stand-up comedy hace parte de eso”, remata el director y dramaturgo.