Jueves, 1 de Mayo del 2025
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El ‘Overhaulin’ criollo que revive ‘joyas’ antiguas en Fontibón

Publicado el 07/02/15

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Su afán por escudriñar cada pieza que lograba el milagro del movimiento lo cautivaba. Siempre fue un niño disperso que escapaba del tedio de las clases dibujando en las últimas hojas de sus cuadernos o corriendo con sus amigos en la calle.

En el Fontibón de hace 40 años transcurrió la infancia de Iván. Vivió en una humilde casa de adobe con un patio en la mitad rodeado de alcobas en las que dormía su familia.

Entre los humos y las chispas del taller de metalurgia de su padre cultivó un talento. En cualquier rincón, del que la chatarra no se hubiera apoderado, el niño convertía las cajas de veleños en aviones y desvalijaba juguetes en segundos.

Ese fue el comienzo de una afición que se le despertó después de fracasar en matemáticas e inglés en varios colegios y de por fin “ajuiciarse” en uno militar, recuerda con una timidez que lo hace frotar sus manos. Le cuesta hablar de su pasado; quiere borrar algunos episodios de su vida.

Entonces, simplemente cambia de tema y comienza a recordar. Tenía 16 años cuando comenzó su hobby. “Siempre quise tener una Ford 56. Yo no sabía nada de carros, pero cuando las veía pasar me fascinaban”. Y ahí comenzó una búsqueda incansable por encontrar esa camioneta que se pareciera a los dibujos que pintaba en un papel cualquiera.

Mientras esa imagen se fundía todos los días en su cabeza, Iván terminó el bachillerato, se hizo técnico en aviación, trabajó en un taller lavando tornillos y con los años entró a estudiar ingeniería metalúrgica motivado por una estudiante de derecho. “Pensé que tenía que ponerme al nivel de ella; no quería ser un simple técnico, pero al final esa relación fracasó. Lo bueno fue que me gradué”.

Durante años su meta siguió latente, era un motor arrancando en su cabeza. “Compraba revistas de carros. En esa época era difícil conseguirlas. Me tocaba ir al centro, a la Librería Nacional. Eso hice hasta que llegó el día”.

La vio rodando un poco diferente a lo que se la imaginó; era de otro año, pero era ella. Una Ford 53 trastabillaba por una calle. Le habían montado una carpa; era un camioncito de poca monta dedicado a repartir agua en Cazucá (Ciudad Bolívar). “Pregunté que si me la vendían y cuando me dijeron que 3’500.000 me sentí el hombre más feliz del mundo”. Y así fue que todo comenzó. Con la meticulosidad de un cirujano de 20 años le quitó la carpa, las improvisadas estacas de madera, unas bolitas de pompones tejidos dispuestos en el panorámico y hasta un cucarrón que adornaba la barra de cambios.

Con lo poco que ahorraba de su trabajo en la metalurgia cerró el negocio para latonearla y pintarla y luego perdió dinero tratando de dejarla idéntica a las de sus revistas. “Por inexperto me dejaba llevar de las opiniones de todo el mundo”.

Así se contagió de una moda que surgió hace 20 años, la de tener camionetas arregladas. “Sin saber comencé a ir a talleres, a hacer supuestas cotizaciones; todos hablaban de repuestos de Estados Unidos. Hoy caigo en cuenta de que no eran más que piezas de segunda. Todo era caro, había que importarlo”.

La Ford 53 resucitó cuando logró erigirse en un chasis original de una Chevrolet del 68. A Iván no le importó trabajar fines de semana, festivos o lacerar sus dedos porque pudo manejar la camioneta que un día dibujó en una hoja de cuaderno. Eso hizo hasta que una curva ambiciosa desbordó sus capacidades y la confinó al olvido. Eso fue hace 20 años. Pero desde ese momento Iván no paró.

La búsqueda

Hacía tiempo no sentía tanta emoción como cuando un amigo le dijo que en una chatarrería iban a destruir un Buick, modelo 39, tipo Qp. “Lo rescaté, lo llevé a la bodega, y con un latonero amigo lo cortamos, le modificamos el techo, los guardabarros traseros para tratar de que quedara igual que el de las revistas”.

Sin querer, el arte de su padre, ese de transformar metales en repuestos, le había dotado de la magia necesaria para devolverles la vida a esos viejos carros abandonados, enterrados en la basura o expuestos a la intemperie. “Resultó ser un Cadillac que compré en 3’500.000. Para esa época ya conocía a don Hugo, un latonero que desde esa época ha hecho parte de mi equipo”. Él es un hombre menudo, de bigote, de esos con la habilidad innata para pulir la superficie más dañada.

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