Harold Bloom, el crÃtico literario más importante de su tiempo, ha muerto a los 89 años en New Haven, la ciudad en la que dio clases de Humanidades como profesor de Yale.
¿Qué pensar de Bloom? El motivo por el que se hizo famoso más allá de los cÃrculos académicos parece hoy un asunto de otra época. En 1994, Bloom publicó El canon occidental, un ensayo de divulgación y de encargo que, cuando llegó a las librerÃas, se convirtió en una especie de código de circulación de la literatura europea y americana.
El género de las listas de “lo más” todavÃa era nuevo y divertido en esa época y la lista de 26 de Bloom se consumió como Coca-cola. Después, Bloom puso distancia con aquella lista, dijo que puso lo que se le ocurrió y que fue su editor el que le presionó para que se metiera en aquel lÃo. Dio igual.
Recordemos un poco: en aquel canon aparecÃan tres escritores en español (Cervantes, Borges y Neruda), cuatro mujeres y un par de redescubrimientos que el tiempo ha confirmado: Montaigne, Samuel Johnson… AparecÃa Freud por delante de Kafka y Tolstoi era el único ruso de la selección. Ni Dostoievski, ni Chejov ni Bulgakov…
Pero lo importante era Shakespeare, el primero del canon. Shakespeare fue la gran obra de Bloom, el personaje en el que volcó lo mejor de sà mismo. Shakespeare, la invención de lo humano (Anagrama), su libro sobre el autor de El rey Lear es recordado por su tesis un poco grandilocuente (básicamente: Shakespeare cambió la idea del hombre y, a partir de ahÃ, cambió la literatura), pero su verdadero valor estaba en los detalles. En la manera en que Bloom se fijaba en los personajes de dos o tres frases, la manera en que descubrÃa en ellos algo conmovedor y esencial, ligado a otros personajes, y a otros sÃmbolos del pasado y del futuro.
Ése es el Bloom sensible y vitalista que abrÃa estas lÃneas, el autor que con más dulzura podemos recordar hoy. También estaba el Bloom guasón que se expresaba en la distancia irónica sobre su material de trabajo: Bloom relativizaba la creatividad, decÃa que todo hallazgo era una variación sobre un tema ya conocido y desdeñaba a aquellos que buscaban justicia en la literatura. “Las escuelas del resentimiento”, era su manera de referirse a los académicos feministas, estructuralistas o marxistas de su generación. Lo suyo era la belleza y la agudeza de la mirada.
Y en eso consistÃa también el anacronismo de Harold Bloom. Nadie aceptarÃa hoy definir un canon de los 26 escritores a los que hay que leer, ¿para qué? Y si lo hiciera, nadie lo harÃa en función de criterios tan ‘incorrectos’ en nuestro tiempo como el deleite. Las escuelas del resentimiento no han vuelto pero su espÃritu está muy vigente en 2019 y el espÃritu conformista de los años 90 nos queda muy lejos. Pero eso no significa que Bloom no tuviera razón.
A su favor habrá que tener en cuenta una carrera mucho más prolÃfica que la caricatura del canon. Bloom, que venÃa de una familia pobre de inmigrantes judÃos ucranianos en la que el inglés no se utilizaba en casa, escribió miles de artÃculos, incluidos los 500 prefacios de introducción a los tomos de la Biblioteca de Chelsea